Estadísticas mil novecientos
ochenta y uno
(Los niños del mundo en cifras UNICEF)
En el pasillo de los acasos
un tiempo oscuro de cruces opacas.
El runruneo de los ojos en el esquema gutural
de la vida.
¿Quién deja las vísceras, aún calientes,
cuando el hambre abunda?
Hay diez y siete millones de niños muertos.
Basura universal de los sistemas.
Abono místico.
No hay quien cuide la condición de flor
del recién nacido.
Esa gran boca de harina, de charco limpio.
Todo sigue siendo intento.
Los vestidos de mis hijos
Sus colores
una combinación particular.
Un arcoiris.
Ese, que después de la lluvia,
alegra los ojos secos del mundo.
Camino
Como red multiplicada
voy por la calle
del tiempo y la distancia.
Nuevas imágenes invaden mi rostro
en la cumbre más blanca,
en la acera más negra.
Y penetro en lo absoluto
con lámparas en mis pies
y flores
en mis ojos.
Lo amaba desde la hondura minúscula
cuando el parto me dio formas
y la cuna
meció mi costado primitivo.
Lo amaba desde el reloj
y el camino.
¿Qué lirios me aguardan?
¿Qué piedras?
¿Qué lágrimas?
Los arcanos del alma
Hay estaciones comunes,
antiguos horizontes tarareando su infinita permanencia
en mis instintos torrenciales, en mis esquinas de corazón
enredado y taciturno.
Un gran cementerio de árboles vestigia mi destino
de carbón desgarrado.
La vida puja su primer aguacero en mi frente de bestia,
de cruz, de roble ennegrecido y triste como los pájaros
de la media tarde.
Hay una amargura distinguida con la edad de los glaciares,
con la insinuación macra de los problemas:
El oído, la boca apta, la farándula diaria,
el trayecto ahuecado en busca del leño santo a un costado
de los orines.
Hay una biografía gris heredada de algún paleolítico oscuro.
Témpano y sepultura,
generación acribillada en las tempestades del ébano.
Cuando el siglo esgrime su carácter
hay algo que me habita y que me duele como los siete misterios
de la fatalidad y el hambre.
Con su mueca, con su temperatura, una especie de Dios
afligido
crucificando mi enorme tolerancia de ser
vientre.
Las cuatro hojas santiguantes
A Pía Barros
Puedo morir esta noche, baja y blanda
en las veredas candentes
y fugarme por mil propios pies.
Puedo hacerlo acostada, largo a largo
y lo más notable
llevada del Demonio para que Dios duerma
conmigo
o guiada por Dios presente,
para que el Diablo conmigo duerma.
En tal ocasión nocturna,
ni una rueda que ruede
ni un ronronear de motor.
De pie
con un trébol maltrecho en la mano
izquierda
y un mono peludo en la derecha.
Sería la muerte llevándome
de una acera a otra,
hasta perderme
entre la oscuridad de la noche
y el traje negro de mi madre.
Codo a codo, tendríamos
el cerrojo de la puerta de la tumba,
donde los años mostrarían la telaraña
en la ventana tapiada
por algún carpintero indiferente.
A lo mejor, recién allí,
nos miraríamos amortajadas
y no sería raro llorar por no habernos
comprendido nunca.
Dada mi timidez, es posible, tú iniciaras
el pedido: - Acuéstate en mi ataúd, hija,
que soy puro hueso.
Guardando silencio, extendería
mi carne helada sobre tu esqueleto,
con la conversión de los justos
que tienen conciencia de volverse polvo
de cuatro hojas santiguantes:
la de la madre, la de la hija,
la de la abuelasanta,
la del amén.
La historia negra
Algo te hirió en el cuerpo, paloma sí,
en las alas:
Una daga en el desencanto de la vida
y tu cabeza cayó, y tus ojos.
En el dolor hubo otro dolor acurrucado
y otro, y otro mismo en el nido de las décadas
que moraron en las moraduras
en el golpe de esa historia,
de esa cueca larga y viuda
de esa ramada sin raíces,
de esa fiesta negra:
la infeliz.
Ay paloma qué tristeza.
Algo te hirió en el cuerpo, paloma sí,
en el alma.
De lo horrible
Los ojos de la casa,
la prescrita.
Los muebles del balcón,
sombras bailando.
En cada punta del desván,
los alarmantes,
posada del descuido y la memoria.
Las últimas tragedias de la madre:
sus muertos llenándose de vida.
Lámpara opaca
Las cosas están ahí
donde tú halles el polvo.
Antonio Campaña
La luz, ligeramente opaca después de la velada.
Quizá fue idea, o el fluorescente del kitchenette la amarga.
Alguien, tal vez un hijo, cambió su ampolleta blanca.
Pero nadie entra desde que salí:
La familia no existe, los hijos no llegan.
La luz, ligeramente opaca después de la velada.
Quizá fue idea, o el televisor en ascuas la amarga.
Alguien, tal vez un hijo, cambió su ampolleta blanca.
Pero nadie entra desde que salí:
La familia está muerta, los niños no vuelven.
Mi corazón raptado por las luces de otra fiesta…
El parque
Sus manos la abandonan entrada la tarde
con el pecho poblado de gritos.
María Elena Blanco
Pensativa voy por el parque.
Detrás, lento
un hombre que nada sabe de mí.
Frente al camino largo, el hombre
detrás, lento.
No le intereso a pesar del atardecer
tan receptivo.
Durante la andada me cuento el día
que a nadie emociona.
Durante varias horas cuento a ese hombre,
que no escucha,
cuán extraordinariamente muere mi cuerpo.
Mi paseo y ese hombre
detrás, lento, han sido malogrados.
Inútil poder seguir adelante en este parque
del ocaso tardío.
Pensativa siento, por instantes,
que pudimos ser criaturas hermosas.
Ahora voy a la siga de mi monodia
y las cosas se desvanecen
y los detalles se pierden
y los árboles se ocultan
y yo, atrás de mi sombra,
esa mancha que asumo poco a poco.
© Antología 40 años de poesía (1965 - 2007)
Astrid Teresa Fugellie Gezan
Jose Gracias por ocupar mi tiempo con estos poemas tan lindos... Yo nunca habia leido poecia de esta manera!!! Es como encontrar el mejor vino del mundo en una pequeña copa, que ni es de cristal, sino de madera, de cedro vivo!!
ResponderEliminarTe quiero mucho
¡Gracias por poder leer tus poemas, querida Astrid! Siempre muy emocionados son tus poemas, como si despertaras las palabras cubijadas de la ceniza del tiempo - para mi esto es una habilidad que no posee cada uno de los poetas. Abrazos!
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